El daño cerebral adquirido (DCA a partir de ahora) es un problema de hoy en día que afecta a una gran cantidad de personas, solo en España se estima que hay 400.000 personas afectadas (Instituto Nacional de Estadística, 2008); más del 70% de estas tienen secuelas físicas, cognitivas y emocionales que los genera algún grado de discapacidad de por vida. Los daños cerebrales adquiridos más comunes son, por un lado, los accidentes vasculares cerebrales que a la vez son la segunda causa de muerte mundial y la más frecuente de discapacidad en mayores de 55 años, y por otro lado, los traumatismos craneoencefálicos que son la principal causa de muerte y de discapacidad en menores de 45 años (Montoro et al., 2013).

El DCA puede suponer consecuencias muy variadas, en función de la localización, la extensión y la etiología de la lesión. Puede generar déficits en cualquier función neurocognitiva, los más comunes se producen en las funciones ejecutivas y los cambios emocionales relacionados con la patología frontal: apatía, desinhibición, abulia y alteraciones en el comportamiento social (Reber y Tranel, 2019).

De entrada, hay que destacar que para comprender la relación entre la anatomía cerebral y el comportamiento o funciones implicadas, se cuenta con dos fuentes principales de evidencia. Primero, se pueden observar asociaciones entre la estructura cerebral o la actividad cerebral con un comportamiento. Y en segundo lugar, se puede evaluar el efecto que supone perturbar una determinada región o sistema cerebral en un comportamiento específico. Por eso, el método basado en lesiones fue lo primero disponible para estudiar las relaciones entre el cerebro y comportamiento. De hecho, este método de pérdida de función continúa siendo hoy en día el más versátil y accesible, puesto que permite realizar estudios con personas vivas, poniendo de manifiesto que el sustrato cerebral lisiado, es determinante y necesario para una función concreta (Fellows, 2019).

Se considera DCA cualquier lesión que implique un daño estructural adquirido, las más frecuente son por accidentes vasculares (ACV), traumatismos craneoencefálicos (TCE), tumores e infecciones (Federación Española de Daño Cerebral, 2012; Montoro et al., 2013).

Los accidentes vasculares son la segunda causa de muerte en el mundo, y la más frecuente de discapacidad en mayores de 55 años (Instituto Nacional de Estadística, 2008). Pueden ser isquémicos o hemorrágicos. Los isquémicos representan el 80% de los accidentes vasculares, consiste en la interrupción en el flujo sanguíneo cerebral en una zona determinada, que impide el suministro de oxígeno y glucosa dando lugar a un infarto. Pueden ser trombosis (formación de un coágulo de sangre en el interior de un vaso sanguíneo), embolias (se dan cuando un fragmento de un coágulo sanguíneo, grasa o cualquier otra sustancia se desprende y viaja a través del torrente sanguíneo hasta otro vaso sanguíneo, provocando un bloqueo del flujo) aneurismas (dilatación o aumento anormal de la pared de un vaso sanguíneo, causado por la debilidad en la pared del vaso, suelen darse en las arterias) y angiomas (anomalía benigna que comporta la acumulación anormal de los vasos sanguíneos). Y los hemorrágicos implican la extravasación de sangre como consecuencia de una rotura arterial. Poder ser hemorragias intracerebrales (derrame de sangre dentro del mismo tejido cerebral) subaracnoidees (derrame de sangre que se produce en el espacio subaracnoideo, área entre ⅔ meninges, la piamàter y el aracnoideos) y hematomas subdurales (acumulación de sangre entre la meninge más externa, la duramadre y la superficie del propio cerebro) (Montoro et al., 2013; MedlinePlus, s. f.).

Los traumatismos craneoencefálicos son la principal causa de muerte y discapacidad en menores de 45 años. El daño cerebral es causado por agentes externos como impactos directos, fuerzas de aceleración o desaceleración, un objeto penetrantes u ondas expansivas de una explosión. Pueden ser abiertos o cercados. Los abiertos son ocasionados por lesiones penetrantes, producen lesiones focales y no suelen afectar en el estado de conciencia (Damasio, 1996). Mientras que los cercados suelen producir pérdidas de conciencia a la inducir estados de coma. Suelen producir daños primarios, que como consecuencia dan lugar a daños secundarios. Los daños primarios pueden ser ocasionados por contusión (lugar donde se produce el impacto), fracturas craneales, daño axonal difundido, hemorragias o hematomas. Y los daños secundarios son las consecuencias producidas por el daño primario, suelen darse en cascada agraviando todavía más la lesión (Montoro et al., 2013).

Los tumores son procesos expansivos que pueden formarse y crecer en cualquier región del cerebro, que por sí mismos ya suponen un incremento de la presión arterial intracraneal sobre los tejidos adyacentes. Pueden ser primarios, es decir, se originan en el propio cerebro. Y secundarios, los que provienen de metástasis otras zonas del cuerpo (Montoro et al., 2013).

Las infecciones son procesos expansivos que pueden formarse y crecer en cualquier región del cerebro, que por sí mismos ya suponen un incremento de la presión arterial intracraneal sobre los tejidos adyacentes. Pueden ser primarios, es decir, se originan en el propio cerebro. Y secundarios, los que provienen de metástasis otras zonas del cuerpo. Se producen cuando el cerebro es invadido por agentes patógenos, que provocan alteraciones en el metabolismo de las células cerebrales hasta la muerte de estas, dejando secuelas neurológicas y neuropsicológicas irreversibles. El más común es que provengan otros órganos de la exposición directa. Pueden ser causadas por virus, bacterias, parásitos u hongos. La mayoría desencadenan procesos inlamatorios que interfieren en el funcionamiento cerebral (Montoro et al., 2013).

Independientemente del tipo de DCA, el daño cerebral es resultado de lesiones primarias focales y difusas, que van acompañadas de daños secundarios que afectan a diferentes conexiones cerebrales. El daño primario más frecuente son las contusiones, las cuales involucran principalmente regiones basales y polares de los lóbulos frontales y temporales debido al impacto de estas regiones contra las protuberancias craneales (Azouvi et al., 2017). Las contusiones generalmente van asociadas a daños axonals difusos (DAD), los cuales suponen desconexión y degeneración de materia blanca (axones), causadas por las fuerzas de aceleración y desaceleración que se dan con frecuencia en los traumatismos craneoencefàlics. De hecho, es la causa más común de las pérdidas de conciencia y del estado vegetativo; siendo a la vez la razón más significativa de mortalidad en pacientes con traumatismos resultantes de accidentes automovilístics de alta velocidad. Hay que destacar que el 90% de las personas con daño cerebral difuso nunca recuperan la conciencia (Faocr, s. f.).

La dura realidad es que los pacientes que sobreviven a daños cerebrales moderados o graves, sufren una gran variabilidad de alteraciones debido sobre todo al daño axonal difuso (Azouvi et al., 2017).

Las alteraciones cognitivas incluyen la ralentización de la velocidad de procesamiento de la información y la alteración en la memoria a largo plazo, problemas en la memoria episódica, dificultades atencionales, afectación de las funciones ejecutivas (memoria de trabajo, planificación, inhibición), alteración de la cognición social y de autoconciencia. También suelen sufrir fatiga mental, la cual aumenta las consecuencias de los déficits neuropsicológicos (Azouvi et al., 2017; Bernier & Hillary, 2019).

Las alteraciones emocionales y conductuales comportan cambios de carácter o de personalidad, especialmente en aquellos pacientes que lo DCA afecta a la corteza prefrontal. Estos cambios resultan en dos perfiles diferentes y casi bien contrarios. Por un lado, un perfil marcado por una desinhibición conductual o carencia de autocontrol, llevando a cabo conductas incontroladas e irreflexivas sin tener en cuenta las normas sociales y la aparición de conductas de riesgo. Por otro lado, un perfil caracterizado por un exceso de control y una iniciativa conductual reducida, apatía, anhedonia, agotamiento y ausencia de expresiones emocionales. No obstante, ambos sufren un aumento de irritabilidad y labilidad emocional, marcada por cambios repentinos del estado de ánimo y respuestas desmesuradas de ira, así como sintomatología afectiva ansiosa y depresiva (Cortés et al., 2017).

En cuanto a los déficits motores y sensoriales son frecuentes las alteraciones en la bipedestación, el equilibrio, el control postural, la motricidad fina y gruesa de una o varias extremidades, así como el control del ninguno. En daños graves, esta alteración supone incapacidad total, es decir, que el paciente es incapaz de realizar cualquier movimiento voluntario. En el aspecto sensorial puede aparecer carencia de sensibilidad en cualquier parte del cuerpo, incluso la persona puede perder, total o parcialmente, la funcionalidad de alguno de los sentidos. En la esfera física, es muy común la aparición de epilepsia secundaria y temblor neurológico, hecho que agravia considerablemente la situación del paciente (Cortés et al., 2017).

Es necesario tener en cuenta que la mayoría de casos no tienen conciencia de las dificultades y limitaciones causadas por la lesión. Esta carencia de conciencia del déficit (anosognosia), tiene que ser uno de los primeros objetivos terapéuticos, dado que es habitual que la persona afectada rechace cualquier tipo de ayuda o tratamiento, puesto que no consideren que no tienen ninguno dificultad (Cortés et al., 2017).

En definitiva, las secuelas afectan a todas las esferas de la persona (física, cognitiva, social y emocional). En daños leves, las afectaciones pueden limitarse a un único ámbito, pero en moderados o severos se alteran todos los ámbitos del paciente, limitando su funcionamiento diario, su autonomía, sus relaciones familiares y sociales, el rendimiento laboral, entre otros. La gravedad de las secuelas y su recuperación dependen del tipo de lesión, la localización, la extensión, el estado premórbido, la edad, la eficacia de la intervención, etc. Dada la variabilidad de factores condicionantes, el DCA puede suponer, de mayor a menor gravedad, un estado vegetativo, un estado de mínima conciencia y un ancho abanico de alteraciones físicas, cognitivas, conductuales y emocionales que marcan el grado de dependencia, actividad y participación de la persona afectada (Cortés et al., 2017).

Epidemiològicament, como se ha comentado al principio, según el Instituto Nacional de Estadística (2008), se estima que solo en España residen 420.064 personas con DCA; el 78% de los casos son debidos a accidentes cerebrovasculares, mientras que el 22% restante corresponde a otras etiologías (TCE, anoxies, tumores e infecciones). Según la Federación Española de Daño Cerebral (FEDACE), cada año aparecen 104.071 nuevos casos con daño cerebral adquirido, de los cuales casi 100.000 se deben a accidentes cerebrovasculares. En referencia al género, un 52,5% de las personas afectadas son mujeres ante un 47,5% de hombres; contrariamente, si se tiene en cuenta la edad la proporción cambia, en el grupo de edad de 6 a 64 años, los hombres superan a las mujeres con un 57,9% y un 42,1% respectivamente. Independiente del género, las personas a partir de los 65 años representan más del 65% de las personas con daño cerebral adquirido. Hay que destacar que en nuestro país el ictus es la causa más prevalente de DCA, mientras que en los pacientes más jóvenes lo son los traumatismos craneoencefàlics (Cortés et al., 2017).

Aun así, no todos los daños cerebrales adquiridos generan el mismo grado de discapacidad. Sin tener en cuenta la etiología de las secuelas directas del DCA, el 89% de las personas afectadas presentan algún tipo de discapacidad por las actividades básicas de la vida diaria (alimentación, aseo personal, higiene, …); y el 71% de estas no pueden realizar alguna de estas actividades sin recibir ningún tipo de ayuda (Cortés et al., 2017).

Para acabar, comentar que en la hora de evaluar la gravedad del daño cerebral, l’Escala del Coma de Glasgow (GCS) (Teasdale y Jennett, 1974) es la utilizada en todo el mundo. Las puntuaciones de GCS van de 3 a 15, e incluyen evaluaciones de tres dominios (respuesta verbal, ocular y motora), las cuales se ha determinado que son de gran utilidad en la planificación del tratamiento clínico agudo y en la predicción del resultado funcional (Bernier & Hillary, 2019).

Referencias bibliográficas
Azouvi, P., Arnould, A., Dromer, E., & Vallat-Azouvi, C. (2017). Neuropsychology of traumatic brain injury: An experto overview. Revue Neurologique, 173(7-8), 461-472. https://doi.org/10.1016/j.neurol.2017.07.006
Bernier, R. A., & Hillary, F. G. (2019). Traumatic brain injury and frontal lobe plasticity. En Handbook of clinical neurology (pp. 411-431). https://doi.org/10.1016/b978-0-12-804281-6.00022-7
Cortés, A. S., De Noreña Martínez, D., & Marrón, E. M. (2017). Neuropsicología del daño cerebral adquirido: TCEs, ACVs y tumores del sistema nervioso central. Editorial UOC.
Faocr, R. A. K. D. M. (s. f.). Diffuse Axonal Injury Imaging and Diagnosis: Practice Essentials, Computed Tomography, Magnetic Resonance Imaging. https://emedicine.medscape.com/article/339912-overview?form=fpf
Fellows, L. K. (2019). The functions of the frontal lobes: Evidence from patients with focal brain damage. The Frontal Lobes, 19-34. https://doi.org/10.1016/b978-0-12-804281-6.00002-1
Montoro, M. A., Serrano, J. B. & Mosquera, M. T. (2013). Neuropsicología : a través de casos clínicos. Editorial Médica Panamericana.
Reber, J., & Tranel, D. (2019). Frontal lobe syndromes. Handbook of clinical neurology, 163, 147–164. https://doi-org.are.uab.cat/10.1016/b978-0-12-804281-6.00008-2
Tasdale, G., & Jennett, B. (1974). Assessment of coma and impaired consciousness. A practical scale. Lancet 2, 81–84.